miércoles, 14 de octubre de 2009

'Querida Quiela'

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Pero sucede que es nuestra propia voz la que nos resulta más extraña al oído, querida Quiela:

es nuestra voz la que peor nos suena y la que menos conocemos. Y así con tantas cosas, ¿verdad?

A mi además me pasa que al oirme no me inspiro ninguna confianza, no me resulto creíble. Fíjate, qué cosa. Desconfío de mí, cuando me oigo. Me parezco un tipo vanal que utiliza expresiones ligeras y pobres. Superficial.

Debe ser que al hablar uno crece, Quiela, que la palabra dicha nos conduce a otras que nos aciertan con más tino, que es un continuo ensayo de lo que somos, un ensayo interminable con un forzado punto y final.

Creo que la profesión que peor llevaría, la que más me ofuscaría, es la de locutor radiofónico. Nunca dejaría de hacer el mismo programa. ¿Otra vez te ríes, pícara?

Si no fuera porque me conozco un poco… si fuera otro el que las utilizara, el que hablara en mi lugar… si no supiera, como sé de mí, que habla de corazón, a pesar de lo limitado de su alcance…

Como aquella promesa que se hace con toda buena intención y se olvida en el acto. Te ocurre, ¿verdad? También tú descrees de tu voz. Piénsalo honestamente, Quiela, tómate en serio por una vez. No seas tan autocomplaciente. El onanista soy yo. Tú siempre has puesto todos los medios para que sea otro cuerpo el que te complazca, no cambies ahora. En eso, no, querida Quiela. En eso, no.

Aunque tal vez esa intención perenne de seducir al otro, de convencer al otro, no sea más que otra expresión del mismo miedo: delegamos en el otro el cariño a nosotros porque no podemos amarnos nosotros mismos.

Yo sé que tú siempre anhelaste mi amor. No sé si me quisiste o sólo quisiste que te amara. No sé si era el hombre el que alguna vez te encandiló o era el intelectual del que pretendías su deseo, si era mi carne o eran mis letras las que esperabas, palabras salidas de ti puestas en mis versos. ¿Era eso, Quiela? ¿Esperabas verte en mis versos? Sólo eso. Si era, llego tarde, querida Quiela.

Y de los otros cuerpos… siempre lo supe, Quiela. Diego llegó a pintarte, y tú idolatrabas su pintura. No era necesario decirlo, sólo había que ver lo sumisa que te mostrabas a todos sus caprichos. Necesidades, según él, y según tú. Yo no quise creerlo, esa voz nunca quise oirla.

Como aquella vez que pasó unos días en casa, trabajando. Vino a nuestra ciudad a hacer una exposición, y se le ocurrió hacernos una visita con todas sus herramientas. Por aquel entonces aún no se había dado a su batalla ideológica con los murales y se fogueaba con el cubismo. Fue entonces que te pintó. Tú posabas para él sin atender otros asuntos, decías que eran unas vacaciones de ti misma en las que poder atender a nuestro amigo. Que su gran genio debía recibir todas las atenciones, y que era un privilegio estar atenta a lavar sus pinceles, a que no le faltase pintura, a disponer sus lienzos para que no olvidase trabajar con ninguno y que siempre les diera la luz, a llevarle comida en silencio para que no se descuidara en exceso y que no se distrajera de su labor…

Nunca quise dudar ni de Diego ni de ti. Pero en realidad, cuanto más te excitaba Diego, para bien o para mal, más me beneficiaba de tu rabia hacia él, o de tus ansias de hacerle rabiar. Era yo quien daba término a los transtornos que la presencia de Diego te ocasionaban. Yo, el que nunca fue. El amante silencioso que siempre quisiste tener aunque supieras que no te saciaría.

¿Quién era aquél niño al que sostienes en brazos?

Y Pulido, Quiela, también Pulido. También a él lo amaste. Lo amaste con locura y devoción. ¿Es posible?

En Pulido fue el psicoanálisis, el arma de seducción. El continuado hurgar en la memoria, la expresión y los símbolos. Los símbolos. La metáfora es la sentencia que más conocimiento encierra sobre el ser. Aquella que más verdades puede desvelarnos sobre lo que somos. Siempre en búsqueda del origen, de los orígenes, Quiela.

Hubo una temporada, en la que suspendiste tu trabajo de las tardes en la editorial, y te las pasabas con Pulido a vueltas sobre Carl Gustav Jung y Sigmund Freud.

Supiste, entonces, que los aquejados de paranoia revelan espontáneamente, aunque deformados, los que para los neuróticos son sus más íntimos secretos. Y estudiaste con entusiasmo, y decías que como una delicia literaria, algunos casos que Pulido te proporcionaba de sus historias clínicas.

No te negaba nada, el bueno de Pulido.

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