miércoles, 13 de abril de 2011

Palabras de Andrés Mencía que cierran 'Sala para fumadores'

No hay motivo para llorar
"Aunque la razón es común a todos,
la mayoría vive como si tuviera la suya"
Heráclito

Aquí tenía que hablar del autor de Sala para fumadores,pero la mejor biografía de Nicolás Valencia es su poemario. El destino ha querido que(de su pasión destructiva de los últimos años) sólo hayamos podido rescatar estos poemas. Nicolás era un vecino de este mundo, de este país y de estas calles de Leganés, que descubrió muy pronto, apenas adolescente, con ansia y con asombro la propia identidad en discusión con todas las estatuas de la necrópolis que es nuestra civilización. Desde los Museos Capitolinos hasta Río Bravo, todo son estatuas para confundir, cada una voceando su razón. Las antenas de Nicolás, sin embargo, conectaban mejor con la vida alrededor, captando los mensajes más inadvertidos, receptoras de todos los asombros. Cuando la Humanidad abandonó su destino común —un paraíso construido y habitado por las primeras sociedades humanas "para no dejar sin comienzo a cada cosa que habría de existir", como escribe Nicolás en Canción, que abre este poemario— allá por los lejanos días del Neolítico comenzaba para el hombre otro camino que nos ha traído hasta aquí, a través del destino individual como ley y de todas las villanías, a este erial del despilfarro y del hambre, a esta locura de un sistema de pedestales que no ha hecho sino sembrar de estatuas y cadáveres los caminos y rotondas por las que transitó el tráfico de la Historia. Nicolás lo aprendía todo con rapidez y tenía la rara cualidad de dejarse penetrar por todo, por todos los entusiasmos, por todas las tristezas. Su precocidad fue la causa de que abandonase paulatinamente las estatuas, al tiempo que diluía su identidad abrazado a hombres y mujeres de verdad, abrazado a los rumores de la naturaleza y abrazado sobre todo a las calles o al insomnio.

Decía yo que su mejor biografía es el presente poemario. Sala para fumadores fue ordenado por el autor tal como se publica. Conviene recordar, sin embargo, que Nicolás Valencia escribió mucho durante sus años de indagación de la propia identidad. Escribía en libretas, a mano, el ordenador lo usaba de almacén, hasta que lo borró todo. Era el más exacto pintor de las esquinas, de la vida que fluye centelleante. Con las palabras y sus ojos convertía cualquier arista en un hallazgo, era el mejor escritor de historias imaginable. Pero al cabo de unos seis años de escritura, lo dejó, quemando todos sus papeles. Yo supe de este segundo desastre, el del fuego, porque él me lo confesó una tarde en la parada de la 481, en la Avda. Portugal. Aquella noche me habló de sus textos más queridos, de estos poemas, como de una obra terminada y que aún conservaba. No cejé hasta tener en mi poder los originales. Me pasó copia escrita y copia informática. Fue mucho más tarde, por fin, cuando Nicolás me autorizó a publicarlos y me rogó que lo hiciera, si alguna vez tenía medios para ello. Hoy ha sido su familia quien ha hecho posible la presente edición. En la copia informática, Nicolás había introducido correcciones a los textos escritos, no muchas pero muy acertadas. Son las versiones que he elegido para su publicación.

El orden del poemario es significativo. Lo dividió en tres partes, aunque la tercera, Escritos sueltos, es fragmentaria y testimonial, flashes de sus más recurrentes preocupaciones y angustias. La primera parte, De lo que ocurrió al principio, la escribió casi en su totalidad con 19 años. El poema Frío, que incluyó en Escritos sueltos, es el primer poema que escribiera de entre todos los que aquí se incluyen, un poema ferozmente exhaustivo de las miserias de la vida en nuestra sociedad. Es en la segunda parte, Y lo que vino después, donde el autor hace recuento de encuentros, descubrimientos y despedidas.

¿Existirá la objetividad? Yo no puedo leer a Nicolás sin escuchar su respiración, sin sentir su mirada azul clavada en mis ojos. Los ojos de Nicolás se clavan en todo. Escribía con los ojos, de ahí la plasticidad de su poesía, la viveza de cada una de sus miniaturas -no digo iluminaciones por no meterlo en el Parnaso, no se nos vuelva a morir. Para salvar su poesía, y la poesía, hay que huir por siempre del Parnaso como hizo él.

Los poemas de la primera parte son poemas de aproximación a la vida y de exaltación, no hay solución de continuidad, poemas juveniles. Pero eso sí, es un raro joven quien escribe, con conciencia de todos los enigmas : "Es tiempo de morir un poco más para vivificarnos" dice en un verso, o "Sólo recuerdo que olvido", o "¿Cuándo han de morir los cuervos?" Hay formulada en estos poemas una diáfana conciencia de identidad, de individualidad. Identidad por el deseo, en Deseo, por ejemplo, —Nicolás también tenía veinte años y sabía que no era la edad más bella de la vida— cuando concluye este poema: "Voy a estallar. Vivo aquí. Es mi estación." Pero también se define por una identidad como de niebla y desorientación, en Consuelo, sin tapujos: "Oscuro se oye el coro,/ estéril, mi cordura,/ ya jamás negaré lo que es mío/ pues locos sois vosotros, nuevos muertos de oro." El poema marca, de alguna manera, el final de la adolescencia y de su proceso de búsqueda de identidad. Yo soy así, estoy perdido y los locos sois vosotros, viene a decir.

En la segunda parte del poemario es como si hubiese estallado la cólera del sabio. Al hablar de poesía hoy, ya no se suele hablar de la mentira del discurso poético, la gran mentira desenmascarada una y mil veces por los dadaístas y una y mil veces vuelta a venerar, después de las vanguardias y de Auschwitz: Mallarmé se volvió loco un año, hace ya siglo y medio, escribió a un amigo que la destrucción era su Beatriz, y he aquí que la destrucción ya no es otra cosa que un esotérico buchipluma jugando con las palabras, siempre entre la casualidad y el azar. Ni se recuerda ya a suspolicías, por ejemplo, fusilando durante la siesta del fauno con balas de plomo a los comuneros ante la fosa abierta del cementerio del Père-Lachaise. Frágil, muy frágil la memoria del discurso poético al uso. Pero sin memoria no hay poesía.

Pues hablemos de poesía. Desde Auschwitz, la poesía huye de la música formal e investiga la belleza del habla, en el habla, en la calle. Pocas sensibilidades como la de Nicolás Valencia para la naturalidad y la coloquialidad. Lo demás que se escribe es silencio de iglesia, o sea, poemas o papeles que iluminan si arden. Si algo conquistaron las vanguardias y el sufrimiento de los hombres en este último siglo pasado fue el discurso poético de la belleza del deseo, de la belleza de la crítica, de la belleza del proyecto utópico que ha de latir en cada verso. En Guantánamo se continúa torturando con música, como en Auschwitz.

Cuando Nicolás proclama la destrucción del lenguaje es muy consciente del alcance de su propuesta. El lenguaje fue la parte del hombre que más ha construido en este disparate que es el mundo del hombre y la sociedad de hoy. El lenguaje no es inocente. "Si somos palabra, a mí que/ me arranquen la lengua." Más allá es el poema central (para mí) de esta parte segunda, quizá de todo el poemario. Comienza así: "Si somos palabra, a mí que/ me arranquen la lengua". Su propuesta y la imagen que la construye no pueden ser más claras. El poeta desea la vuelta al silencio y al paraíso igualitario de la comunicación gestual, al territorio que habitara la humanidad antes de la división sexista del trabajo y antes del pensamiento simbólico. Propone una vuelta al paraíso sin tiempo, al paraíso del presente, este lugar, este dentro: "entonces será cierto que no hay palabras,/ se hará el silencio olvidado en horas, en días de ruido,/ y al fin nombramos sin ellas. Dentro".

Existió la humanidad que se conocía sin nombrarse, sin palabras, "dentro". Este poema, Mas allá, repito que es un poema manifiesto. Y "dentro", como en otros poemas lo es "fuera", la palabra clave en su propuesta. Lo mismo da que el autor sueñe el amor, "tentando mis límites", para engañar la soledad, en Sólo, que ronde la desesperación, "Fuera, los ruidos de siempre. Fuera", y encienda un cigarro, en Martes, o en la calma, después de la terapia: "es tan ancho como el mundo el hombre y, sin embargo, todo es cercanía, o sea,/ lo que conocemos en el principio", así lo escribió en Así dicho.

El último verso citado, la cercanía de "lo que conocemos en el principio" nos devuelve al origen, al mundo de la paz, al paraíso habitado por la comunicación gestual y la mirada, al mundo sin lenguaje. Todo esto lo escribe con más exactitud en Eso, “Entonces, eso será puro lenguaje”, y se está refiriendo a las miradas desnudas. La belleza que gusta a su poesía es este deseo de paraíso de la comunicación por el gesto, aunque el camino se intuye oscuro. Ya no hay poetas, proclama, el hartazgo y los eructos de nuestra civilización han hecho de ellos unos sumisos animales de autobús que se casan y mueren, como dijera otro iluminado por él tan admirado. Sólo fuera del Parnaso y fuera del discurso del Parnaso se producen los destellos que sobreviven en el discurso poético, nuevas propuestas de paraísos. En Nicolás, añoranza de un paraíso que existió.

En fin, en el poemario están todas las claves de su poesía y de su imaginario. Lo que he comentado es lo que hace a estos poemas inolvidables (para mí). "¿Quién sabe cómo será mi sueño?": bien podía haber sido este el último verso del libro.

No faltarán, sin embargo, quienes resuman la propuesta poética de Nicolás Valencia como los poemas de un esquizo. Dirán una gran verdad. Es más, difícilmente se puede escribir ya poesía lejos de la esquizofrenia que nos atormenta a la mayoría. Pero es una verdad inútil. De su Sala para fumadores, lo que merece la pena destacar es que en cada uno de sus poemas aletea el asombro, y que entre ellos se abre paso una propuesta de otro mundo, una propuesta que el lector escucha a pesar de todas las interpretaciones. "Un poema corre el riesgo siempre de no tener sentido, y no sería nada sin ese riesgo", afirma Jacques Derrida. La poesía de la utopía corre este riesgo especialmente. Pero no creáis a los psiquiatras, ello dicen que sabían cosas de Nicolás, pero no creáis a esos malditos policías de la normalidad. Los psiquiatras no supieron acompañar al autor de estos poemas en sus exploraciones del miedo ni supieron acompañarle en el tránsito. Nicolás les había dedicado a ellos más tiempo que a todos nosotros, pero no consiguió que ninguno lo eche de menos hoy, cuanto más que lo llore. Ellos, empeñados en administrar individuo por individuo una razón que sólo es útil cuando es de todos, los apóstoles del discurso racional y de las pirulas, hace tiempo que habían borrado a Nicolás de la lista de los vivos. Desengañémonos, es para lo que fueron titulados estos doctores, para hacer corralitos con los cándidos y los limpios de corazón, con los perdedores, con nosotros.

Es por todo esto que yo sabía que la vida de Nicolás no era la vida de un desdichado, sino la de un sabio. No hay lugar para las lágrimas, él también lo sabía: "no hay motivo para llorar,/ las historias tristes también me gustan./ Estamos juntos, ¿qué otra cosa se os ocurre?".

Andrés Mencía

Andrés Mencía es
Ganador del 14º Premio de Novela Breve Juan March Cencillo en 2006
Ganador del Premio de Poesía José Hierro en 2009

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