viernes, 19 de octubre de 2012

En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (20)

XII (3)

Mar de la fiesta y del resplandor, he aquí que Dios, el indiviso, gobierna sus provincias. Y la mar entra en liza a los campos de brasa del amor. Devoradora de malvas y de maravillas, ¡oh mar, devoradora de adormideras de oro en las praderas iluminadas de un oriente eterno! ¡Lavadora de oros en las arenas diligentes y Sibila diluida en las arcillas blancas de la bahía! ¡Eres tú, tú y tus honores los que van, oh limpiadora de tumbas en todos los puntos de la tierra, oh suscitadora de llamas en todas las puertas de la arena!
Los viejos masticadores de cenizas y de cortezas se ponen de pie, con los dientes negros, para saludarte antes del día. Y nosotras que estamos aquí hemos visto, entre las palmas, la aurora enriquecida por las obras de tu noche. Y tú misma, al amanecer, toda laqueada de negro como la virgen prohibida en quien crece el dios.
Pero a mediodía, corroída de oros, como la montura con caparazón del dios, que ninguno monta ni engancha; la pesada bestia bajo sus gualdrapas regias, engastadas de pedrerías y realzadas de plata, que mece a los fuegos del día su altorrelieve de imágenes sorprendentes y sus grandes placas labradas de orfebrería sacra.
O bien la ruda bestia arqueada, edificada de torres avizoras y bajo sus grandes amuletos de guerra abrochados de oro que transporta -entre sus broqueles de honor y sus garfios de enganchamiento- el rico cargamento de mallas, de eslabones y de anzuelos de bronce; la cota de la armadura y los hermosos hierros bélicos ensebados de usura entre las sisas infladas de sus grandes mandiles de cuero; como un montón de entrañas y de algas.
O mejor aún, y entre nosotras, la dulce bestia desnuda en su color de asfalto y teñida con grandes trazos de arcilla fresca y de ocre, portadora únicamente del cetro de la joya roja. Votiva, maciza y pesada, que danza sola entre la marea de la multitud, y pasa para su dios entre la multitud no turbada.

Y mar también de la acción, he aquí que nosotros buscamos nuestras lanzas, nuestras milicias y esta punzadora del corazón que incita al arrojo... ¡Mar infatigable del aflujo, mar infalible del reflujo! ¡Oh mar violencia del bárbaro y mar tumulto de un orden, mar incesante bajo la armadura, oh, más activa y fuerte que el sobresalto del amor, oh libre y orgullosa en tus ímpetus! Que nuestro grito responda a tu exultación, mar agresiva de nuestras escalinatas, y tú serás para nosotras, mar atlética de la Liza.
Porque tu placer está en tu masa y en tu propensión divina; pero tu delicia está en la punta del arrecife, en la frecuentación del resplandor y en la frecuentación de la espada; y se te ha visto, mar de violencia y mar ebria, entre tus grandes escurrimientos de naftas luminosas y entre tus grandes rosas de betún, rodar hasta las bocas de tu noche como las santas ruedas de molino marcadas del hexagrama impuro; las pesadas piedras lavadas de oro y tus tortugas gigantes.
Y tú misma, movible en tus coberturas de escamas y tus vastas esclavaduras, mar incesante bajo la armadura y mar potencia agilísima, oh maciza, total, luciente y curva sobre tu volumen y como hinchada de orgullo y batida de la alta resaca de tu fauna guerrera; tú, mar de pesada fundación y mar elevada al más grande orden. Oh triunfo, oh cúmulo, conducido por el mismo flujo, que te hinchas y te alzas hasta el colmo de tu oro, como la ancila tutelar sobre su baldosa de bronce...
¡Las ciudadelas desmanteladas al son de flautas de guerra no colman un sitio tan vasto para la resurrección de los muertos! A las claridades del yodo y de la sal negra del sueño mediador, el anillo terrible del que sueñas encierra el instante en un espanto inmortal: el inmenso patio adoquinado de hierro de los lugares prohibidos y el rostro repentino del mundo revelado que ya no leeremos por el anverso...
¿Y qué nos vendrá del poeta, del poeta mismo en esta búsqueda temible, en esta contienda luminosa? Ten las armas en la mano y se te dirá esta noche.

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