lunes, 14 de enero de 2013

"La compra de la casa" de Mesonero Romanos

La compra de la casa

«No todo lo que es brillante
Riqueza al avaro ofrece;
Oro la alquimia parece;
Vidrio hay que imita al diamante».
TIRSO DE MOLINA.

Nada hay tan lisonjero para un honrado tendero de esta villa como la idea de invertir en una casita propia el resultado de sus cálculos y combinaciones sobre el queso de Rochefort y los barriles de Málaga. Mientras estos solo le produjeron el ahorro de un millar de pesos, limitó sus proyectos a enriquecer su almacén y dar mayor ensanche a sus negociaciones; lisonjeado por el éxito de estas, alquiló una espaciosa tienda y la embelleció con cristales y columnas, al paso que abandonó la antigua manía de tener siempre el mejor género; los hombres son niños grandes y pagan más caro lo brillante que lo bueno.

Este cálculo se hizo nuestro almacenista, y una continua lluvia de plata y cobre, cayendo armoniosamente en el cajón del mostrador, fue trasformada por él, con el mayor sigilo, en sendas onzas de Carlos III, escudos y doblones de nuestro monarca actual.

¡Qué plenitud de contento equivale al de aquel cuando, cerrada la tienda y despachada la familia a una merienda en el Canal, se entregaba los domingos a sus anchuras al arqueo de su caja! ¡Qué invenciones tan peregrinas para ponerla a cubierto, no tan solo de la vista de los extraños, sino de las sospechas de los propios! Porque a nuestro hombre no se le ocultaba que los enemigos domésticos son los más temibles para el caudal, y que las necesidades o exigencias de su esposa y de sus hijos podrían crecer al compás de sus talegos. Así que él mismo se los cosía y recortaba, colocándolos luego en los sitios más excusados; y hubiera deseado que existiese moneda equivalente al valor de todos ellos, para llevarla siempre consigo con el mayor disimulo; pero ya que esto no podía ser, las había reducido al menor número posible de fracciones, todas de ley y peso conveniente, y de sonido más grato a sus oídos que romance de Bellini cantado por la Meric Lalande.

Satisfecho, pues, con su incógnito monetario, aparentaba con todos la mayor escasez, negando siempre tener el menor fondo de reserva, si bien por otro lado no dejaba de calcular que su dinero, así arrinconado, nada le producía, y se hallaba además expuesto a un caso fortuito de incendio, robo o cosa tal. Así que, después de muchas noches de desvelo, vino a resolver que sería lo más conveniente emplear su capital en una casita asegurada de incendios, en el casco de esta villa, con lo cual se proporcionaría multitud de goces y privilegios, amén de un cinco o seis por ciento, rédito de su capital.

Vivamente afectado con tan feliz idea, se levantó una mañana, y su primera diligencia fue correr a suscribirse al Diario de Avisos, con el objeto de ponerse al corriente de todas las ventas a pública subasta, ya en virtud de providencia, ya a voluntad de sus dueños. Embebido desde entonces en esta grata lectura, solía pasar los dos tercios de la mañana; luego se ponía su sombrero, y envuelto en su astrosa capa, dirigíase a la casa en venta, y la miraba con disimulo desde el portal de enfrente; después subía la escalera y llamaba en todos los cuartos con cualquier pretexto para reconocer lo que podía del interior; en seguida iba a la escribanía por donde se verificaba la subasta a ver el expediente, y desde allí pasaba a la contaduría de aposento a reconocer los planos de Madrid; con cuyas noticias, malas o buenas, no dejaba de consultará un aprendiz de arquitecto, corredor de ventas, el cual siempre le daba las mejores ideas de la casa, aunque no fuese más que por cobrar su tanto por ciento de comisión; pero al tratarse de tocar a sus monedas, faltábale a nuestro hombre la resolución y dilataba el plazo para ocasión más oportuna.

Por último, llegó un día en que el anuncio de una venta en la calle de la Palma Alta vino a despertar sus ideas adquisidoras; la sola consideración de poseer una casa en la calle en que había nacido bastaría a decidirle, si las seguridades de su arquitecto, las invitaciones del escribano y los respetuosos homenajes de los inquilinos, que desde el primer día le saludaron como a su futuro casero, no hubieran añadido a sus deseos una fuerza irresistible.

La casa se vendía en virtud de mandamiento judicial y para pago de acreedores, los cuales en vano habían esperado postores que hiciesen subir su valor; si hubiera estado situada en la calle de Carretas, de Alcalá, o cosa tal, millares de comerciantes ricos, americanos emigrados, o compañías revendedoras se hubieran apresurado a doblar su tasación; pero como era en la calle de la Palma Alta, todos la desdeñaban, y solamente nuestro tendero tenía empeño en poseerla.

No dejó de conocerlo el escribano, el cual lo trasmitió a los acreedores, manifestándoles el único medio de sacar partido del entusiasmo de nuestro comprador; y con efecto, llegado el día de la subasta, verificada en el piso bajo de las Casas Consistoriales ante la presencia judicial, el honrado tendero, que creía hallarse solo, vio con sorpresa un banco entero de oposición, cuyos individuos se empeñaban en pujarle siempre mil reales más; y en los intermedios de los pregones, hablaban entre sí, ponderando las cualidades de la tal casa, y manifestando su empeño en llevarla; pero mi tendero, rascándose la frente y tentándose el garguero, pujaba más, y ya la mayor parte de aquellos se iba retirando, fingiendo sentimiento por la derrota; solo quedaba uno, más obstinado que los demás, el cual, fijo en sus mil reales más, hizo desconfiar al pujante tendero de vencerle, y por fin, con harto sentimiento se determinó a cederla; pero no bien habían salido de la subasta, cuando llamándolo el nuevo dueño de la finca, le hizo presente que él había hecho la puja por encargo; pero que si tenía fuertes deseos de la casa, estaba resuelto a cedérsela, aunque hubiera que dar algunos guantes a su principal, pues no podía ver padecer al prójimo. El buen hombre, que oyó que por un par de guantes tendría la casa, al momento iba a darle los suyos (que eran por cierto de punto de estambre azul con ribetes blancos); pero el otro le hizo ver lo que él llamaba guantes, y no hubo más remedio que transigir con él en medía docena de medallas de pelucón.

Después de éste vinieron los gastos de escritura, alcabala, hipotecas, arquitecto consultor, reconocimiento de títulos, etc., etc., lo cual iba haciéndose sentir terriblemente en el archivo numismático del tendero. Pero todo lo dio por bien empleado cuando con toda la solemnidad legal se vio investido con la autoridad de propietario, dándosele a reconocer a los inquilinos como único dueño de la finca, a quien debían acudir con el pago de sus alquileres, en seguida abrió y cerró puertas, y paseó las habitaciones, echando fuera las gentes que dentro estaban haciendo otros actos de dominio no turbado ni contradicho, con lo cual se le dio la posesión en forma.

Al siguiente día abrió su tribunal en la trastienda de su almacén, para oír y juzgar las reclamaciones de los inquilinos; las cuales estaban reducidas a pedir rebajas en los precios y varias obras de comodidad; sin embargo, el tendero, por un sistema de compensación, tuvo por más prudente desestimar las obras y solo proveer a la subida de precios con arreglo al presupuesto de productos que él se había formado al comprar la casa. -En vano los inquilinos intentaron reclamar aquella violación de su derecho; la autoridad de un dueño nuevo es terrible, y nada pudieron lograr; pero deseosos de vengarse del todo, fueron tomando la determinación de dejar la casa quedando a deber dos, tres o más meses de alquiler; con lo cual tuvo el propietario que entablar tantas demandas como inquilinos eran, y luego otras tantas como plazos les señalaron para pagar, con cuyos gastos vino a duplicar el importe de las deudas. -Por otro lado, los vecinos, esparcidos por aquellos barrios de Monserrat y del Hospicio, desacreditaron la casa vieja y el casero nuevo en términos, que en vano este había gastado ya cinco cuadernillos de papel para poner en los balcones la seña del alquiler, y diez pesetas en anuncios del Diario, porque nadie parecía a pretenderla, con lo cual su autoridad dominal venía a quedar puramente nominal.

Nada de esto sabía bien al nuevo propietario, tanto más, cuanto que el pago de la contribución de frutos civiles, regalía de aposento, farol y sereno, censos y demás cargas eran invariables, ya estuviese alquilada, ya no; y por otro lado, los actuales inquilinos (que eran los ratones), además de habitarla gratis, minaban los cimientos y destruían el edificio; así que, convencido por estas circunstancias, por el ejemplo general de refundición, por las invitaciones de su esposa, y más que todo, por los cálculos moderadísimos de su arquitecto, determinó reformar su casa, dándola el aspecto de la novedad y de la frescura.

Dicho y hecho; plan de tintas de colores, licencia, cálculo de ganancias, presupuesto de gastos; todo se formó en un instante, y la obra empezó bajo la dirección del consabido. Abajo el tejado; piso tercero, cuarto, buhardillas... Pero ¡qué desdicha! a los primeros golpes húndese una viga y el pavimento del segundo se desploma detrás; el principal, como si hubiese aguardado esta señal, verifica la misma operación. -Pues, señor, ya nos encontramos en la tienda sin necesidad de bajar escaleras. -¿Qué se hará? ¿Qué no se hará? -Y estando en esto, los cimientos flaquean, la fachada se inclina, y por mucha prisa que los obreros se daban para aligerar, una nube de polvo, deshaciéndose en las nubes, dejó ver al segundo día el ancho boquerón en que fue la casa, cubierto de vigas y de cascotes.

Ya tenemos a mi señor de obra en el caso de edificar una casa de nueva planta, cuando solo pensaba reformar la antigua, para lo cual contaba con los fondos suficientes. Estos quedaron consumidos en sacar los nuevos cimientos; en vano acudió a la enajenación de efectos y alhajas; todo ello bastó para elevar el primer piso; empeñado en su empresa, recurre a los prestamistas, los cuales le adelantan lo suficiente para elevar el segundo, bajo la garantía e hipoteca del principal; por último, una comunidad de monjas se le opone a la elevación del tercero, por sobreponerse a las paredes de su huerta. No le queda más arbitrio al nuevo propietario que subdividir en muchas habitaciones los dos mil pies de terreno que posee, y siguiendo la regla de las monteras, asigna a cada una lo estrictamente necesario para poder vivir inquilinos liliputienses, si bien gastando en puertas y ventanas más de un año del alquiler.

Pero concluida que fue la casa, y colocada en el caballete del tejado la cruz de siete brazos y siete banderas, empezó a disfrutar los placeres consiguientes a la calidad de dueño que tanto había deseado.

Entonces observó la puntualidad y buenos modos de los vecinos para pagarle su alquiler; la tolerancia de las contribuciones; las multas improvisadas; la sencillez y la moderación de las cuentas de los albañiles y vidrieros, carpinteros y soladores; la entretenida historia de las demandas de despojo, las divertidas comparecencias judiciales; los términos por equidad; los mandamientos de amparo; y tantos otros incidentes como dan grata ocupación a los caseros y campo al ingenio de los inquilinos de Madrid.

Mas lo peor del caso fue, que la señora tendera y las niñas, luego que se vieron con casa propia, dijeron con resolución: «No más mostrador»; y fue tal su energía, que consiguieron determinar al amo de casa a trasladarse a vivir al cuarto principal de la propia. Con todas estas bajas, los empeños contraídos, lejos de disminuirse, fueron en aumento con los intereses anuales, en términos que, a vuelta de algunos años, el hipotecario, observando que su crédito ascendía ya al valor de toda la finca, la reclamó judicialmente y le fue adjudicada.

De esta manera desapareció el tesoro del almacenista, cual precioso monumento extraído sin precaución de las ruinas de Herculano, que se deshace y evapora a la sola impresión del aire.

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