lunes, 29 de abril de 2013

Publicación de las "Escenas Matritenses" de Mesonero Romanos en 1862

Prólogo

Por D. Juan Eugenio Hartzenbusch

A un amigo íntimo nuestro, hijo de una señora que falleció dejándole de muy corta edad, solemos oír a cada paso esta sentida exclamación, propia de su filial cariño: -«Yo no he conocido a mi madre; yo no tengo retrato suyo; dicen que no me parezco a ella: ¿cómo sería mi madre?».

Igual deseo de conocer a sus predecesores tienen todas las familias, pueblos y generaciones que han existido: el hombre de hoy quiere, necesita, ansía poseer el retrato del hombre de ayer; y si no lo encuentra hecho, se esfuerza a suplir la falta, pintándolo según lo concibe. -La posteridad que pretenda saber qué cosa era Madrid antes y después que muriera Fernando VII, lo hallará sencilla y exactamente representado en las ESCENAS MATRITENSES de EL CURIOSO PARLANTE.

Pero este libro no se ha escrito sólo para la posteridad. Por loable que sea componer una obra destinada a la diversión, y tal vez a la enseñanza, de nuestros nietos, harto mejor es que esa misma obra dé placer y provecho a los coetáneos del escritor, que le proporcionaron materia para formarla. Pintar, pues, las costumbres españolas de nuestra época, llevando el objeto de corregirlas, es el fin principal que se ha propuesto el autor de las Escenas Matritenses, DON RAMÓN DE MESONERO ROMANOS.

No hay pueblos cuyas costumbres sean de tal manera ejemplares, que no ofrezcan sobradas ocasiones de reprensión y agria censura: censor de nuestros defectos, que no son pocos, pretendió ser el señor Mesonero. Arriesgada era la tarea en verdad, porque la generación presente no se compone de niños respetuosos y dóciles a la voz del maestro. El siglo XIX es muy hombre: blasona de libre y de sabio; se niega a reconocer autoridad alguna; se irrita o se mofa cuando se le hace frente con arrogancia, y su cólera o su desprecio son, para el escritor, igualmente peligrosos y temibles. Hablando el señor Mesonero con la risa en los labios a sus quisquillosos compatriotas, disfrazándoles la lección con apariencia de la chanza, pudo atraerse un auditorio cada vez más crecido, cada vez más contento con el amable filósofo, que castigaba realmente, pero que fingía acariciar.

Aún no bastaba que sus lecciones fuesen festivas; era necesario, para no cansar, que fuesen muy breves, y que remedasen, por decirlo así, la frivolidad del auditorio. Pensó más de una vez el señor Mesonero pintar nuestras costumbres en una novela: gran falta nos hace este libro, y no podemos menos de rogar a nuestro ilustre compatriota que no abandone un proyecto que, después de las Escenas Matritenses, nos proporcionaría otra obra de igual o de superior mérito. Hoy, que tan popular es el nombre de El Curioso Parlante, puede el señor Mesonero emprenderlo todo; pero treinta años ha, en 1832, una novela original, por buena que fuese, no hubiera sido leída con el gusto, con el aprecio, con el entusiasmo que los artículos del Curioso. -Aquellos preciosos bosquejos eran una novedad agradable, una mercancía nueva, que no estorbaba ni se oponía al despacho de otra, y satisfacía una necesidad existente; la novela para la generalidad de los lectores no hubiera sido novedad como novela, porque bien llenos estábamos de novelas extranjeras entonces; y en cuanto a la novedad de ser española, esta circunstancia (triste es confesarlo) quizá le hubiera dañado para con el público, en vez de servirle de recomendación. La causa es patente. ¿Qué novelas españolas de algún crédito se habían escrito en España desde principios del siglo pasado hasta la aparición del Ivanhoe , disfrazado con el nombre de El Caballero del Cisne? El Fray Gerundio, El Eusebio, ambas prohibidas; la segunda parte del País de las Monas, y no nos acordamos de más: añádase, si se quiere, porque la leyeron mucho en su tiempo, la Serafina. Todas las demás novelas impresas durante este tiempo en España, que suman centenares, fueron traducciones del inglés o del francés, principalmente de este último idioma.

Ahora bien; si en España por espacio de un siglo o poco menos no se había leído ni podía leerse más novela que la traducida, por fuerza el gusto de los españoles, en punto a novela, tenía que ser extranjero; por fuerza una obra nacional, diferente de las extranjeras en miras, plan, caracteres, estilo y lenguaje, había de parecernos extraña. -Recordamos haber oído a un condiscípulo nuestro decir muy de veras que le cansaban las novelas de Cervantes, porque, además de lo añejo del habla, estaban rebutidas de nombres y apellidos ordinarios o extravagantes, como Don Juan de Cárcamo y Don Antonio de Isunza, al paso que en las novelas francesas todos los nombres eran tan bonitos como los de Dorval y Carolina. Para este amigo nuestro, que representaba el estado de la nación entera con pocas excepciones, lo extravagante, lo raro, lo peregrino, era lo de casa; lo bello, usual y admirable era lo de fuera: no podía menos; a lo uno estaban acostumbrados, y a lo otro no.

Con tales inconvenientes hubiera tenido que luchar la novela del señor Mesonero, y con ellos habrán de luchar nuestras novelistas hasta que el mérito y número de sus obras haga perder el pleito a las advenedizas. -Los artículos publicados en el periódico semanal titulado Cartas españolas no corrían peligro: ningún español ni extranjero nos tenía hechos a esas ligeras y graciosas obritas; el mismo Fígaro fue imitador de El Curioso Parlante. -Las Escenas Matritenses, escritas desde 1832 a 1842, y participando, como era forzoso, de las circunstancias en que la nación se hallaba, valen más y son más que una novela, porque son la historia viva del progreso social de España desde antes de la guerra última hasta después de la paz.

Quien examine los artículos del primer año o primera serie, publicados con el título de PANORAMA MATRITENSE desde enero de 1832 hasta abril del año siguiente, verá con qué reserva se presentaba el autor delante de la censura para no excitar su suspicacia, para no incurrir en su tremenda ojeriza. Guiado, impelido por su espíritu observador a descubrir el vicio donde quiera que se refugie, no puede menos de indicarlo donde lo encuentra; pero sus reticencias prudentes hacen al lector comprender cuánto más diría si el poder no le tuviera sujetos los labios. En los dos artículos titulados La Empleomanía y La Político-manía, en que se echa menos la viveza y chiste de los que le preceden y siguen, el lector al momento conoce por qué el Parlante habla tan sólo de los que pretenden, y no de los que reparten empleos; de los que deliran tratando de política, y no de los políticos delirantes: aquélla era la fruta vedada; tocar a ella era perder la gracia y exponerse a la muerte. Sin embargo, en el artículo de Grandeza y miseria, al bosquejar con cuatro toques las oficinas de la casa de un poderoso, nadie podía desconocer que el travieso crítico dibujaba las del Estado. Sencillos, amenos, breves, limados y cautelosos los artículos de este primer tiempo, van ganando gradualmente en intención y soltura: en el que lleva por título «1802 y 1832» ha dado ya el autor un paso grande: en Las Tres tertulias, La Capa vieja, El dominó, El Día de fiesta y La Casa de Cervantes, la pluma del Curioso corre todavía más fácil y ejercitado.

Aquella pluma necesitaba volar: los acontecimientos políticos de nuestro país le dieron licencia para remontarse a cualquier altura, para descender a cualesquiera profundidades. Con todo, el comedido censor moral no tomó sino los grados de libertad que necesitaba para continuar su obra y hacerla completa, rehusando entrar en el campo de la política, recinto muy estrecho para quien tenía por suyo el vasto dominio de las costumbres.

Emprendida nuevamente en 1836 por el señor Mesonero la tarea comenzada tres años antes, vimos en los nuevos partos de su ingenio mayor firmeza de pulso, más movimiento, mejor combinación ymás desenfado en el desempeño: en los primeros ensayos lucía una especie de belleza reposada y modesta, hija de una época de sosiego y de servidumbre: la continuación de estos ensayos (no ensayos ya, sino obras cabales) ostentaba la belleza varonil de un carácter enérgico, desarrollado en medio de la libertad y de los combates. Compárese, por ejemplo, el artículo de la primera serie titulado La Filarmonía con el de la segunda titulado Costumbres literarias; compárese La Comedia casera con El Romanticismo; Las Ferias con El Día de toros; San Isidro con El Entierro de la sardina; El Extranjero en su patria con El Recién venido; y La Calle de Toledo con La Posada. Es otro el autor y otra la España que descubrimos entonces: uno y otro habían adelantado mucho; la reputación del señor Mesonero Romanos estaba hecha: su obra por entonces estaba concluida.

Porque una obra es, lo repetimos, la del señor Mesonero, y no una colección de obrillas sueltas, escritas al acaso, hijas del capricho. Esta obra tiene su héroe, su protagonista, principal figura o personaje de interés principal, que es el español virtuoso, noble y sabio de ahora, igual casi al de todos tiempos; pero esta respetable figura, como en la Casina de Planto, no sale de entre bastidores, para que el vulgo no la profane; y como la estatua de Bruto, hice más porque se la echa menos. -El señor Mesonero quiere mejorar las costumbres; por consiguiente, saca sólo a las tablas aquellos personajes cuyas costumbres necesitan enmienda, las cuales forman los numerosos episodios de este poema: aun en los poemas clásicos valen más los episodios que la acción principal. -«Corrígete de ese vicio», -dice el autor a cada uno de los personajes que censura, «Y tú y el país ganaréis mucho en ello éstos son los defectos de que adolece la sociedad española lo que no está aquí es lo respetable y lo bueno».

Estos personajes episódicos, pues, que son a su vez los principales en las escenas que les corresponden, están descritos con una habilidad superior a cualquier elogio: son la verdad misma. ¿Quién no conoce en Madrid algún empleado antiguo o cesante, igual, punto por punto, al don Homobono Quiñones del señor Mesonero? ¿Quién no tropieza, una vez a lo menos al día, con don Policarpo Omnibus de los Santos? ¿En qué compañía de aficionados no ha ocurrido un desmán parecido al que se refiere en el artículo de La Comedia casera? La mano que traza estas líneas conserva una cicatriz, indeleble recuerdo de una catástrofe semejante. Aquella Jacinta, hija de don Melquíades Revesino; aquella Paquita, tan diestra en el manejo de la mantilla española; Paca la Zandunga, la tía Blasa, el tío Mondongo, el casero-procurador, y todos los demás personajes de El Día de toros, incluso el alcalde de barrio, ¿de cuál de nuestros lectores no son conocidos? Sobre todo, ¡ah! ¿quién no se conoce en el artículo eminentemente filosófico de Antes, ahora y después? Así fueron nuestros padres, así, somos nosotros, así serán nuestros sucesores, como el escarmiento no nos enseñe para enseñarlos.

Útiles, amenas, breves, llenas de verdad, estas preciosas páginas, corrían, sin embargo, el peligro de cansar por la monotonía que pudiera producir la semejanza de los asuntos; pero el señor Mesonero ha sabido introducir en su obra una gran variedad, empleando todos los tonos, desde el más humilde al más grave: hasta los acentos de la poesía han venido a dar efecto y realce a la fácil y discreta prosa de El Parlante Curioso; y por cierto que no merece perdón el que escribiendo romances como el del Coche simón y los Requiebros de Lavapiés, no cultiva más el género. -Sonríase maliciosamente el lector con El paseo de Juana o El Alquiler de un cuarto; ríase a carcajadas con La Junta de colradia o El Recién venido; el Curioso Parlante sabrá mesurarnos con el tono melancólico del artículo titulado La Empleo-manía, conmovernos con el de La Casa de Cervantes y La Noche de vela, estremecernos tal vez con la terrible perspectiva de El campo santo. Aquello es saber escribir, saber sentir, saber pensar.

¿Diremos algo del estilo del señor Mesonero? ¿Para qué, si nuestros lectores van a juzgar de él, o más bien, a dejarse seducir por él desde la primera plana? Únicamente manifestaremos que ese estilo es propio y peculiar del autor: bien que con toda su obra sucede lo mismo. Don Juan de Zavaleta en el siglo XVII, Addisson en el pasado, Jony, Paul de Kock y otros en el presente, escribieron en este género bien; pero escribieron otras cosas, o cosas parecidas, presentadas de otra manera. Los buenos ingenios coinciden mil veces en ideas, bien que varían infinito en la forma de expresarlas, así como todos los hombres blancos y rubios se parecen en el color del cutis y el pelo, sin tener por eso las facciones iguales.

La concisión y el gracejo urbano, ese gracejo que agrada más cuanto más al descuido se vierte, caracterizan principalmente el modo de decir del Curioso Parlante; pero aún quizá es más de elogiar en él su carácter inofensivo. Las Escenas Matritenses son una prueba irrecusable de que se puede escribir en el género festivo sin emplear groserías, dicterios ni suciedades; sin hacer agravio a las leyes ni a las personas, y sin pedir al idioma francés elegancias que en el nuestro no son de recibo. El señor Mesonero ha visto nuestra sociedad tal como es en el día, es decir, separándose mucho de lo que fue, conservando un poco de lo que ha sido, dudosa y vacilante acerca, de lo que será en lo sucesivo: así la ha trazado en sus cuadros, pintando tipos generales, en que ninguna persona determinada se encuentra; porque el fin del autor no es mortificar a ninguno, sino buscar el provecho común de todos. «Aucun fidel n'a jamais empoisonné ma plume», ha podido decir, como Crébillon, el señor Mesonero: no envidiemos la gloria de los que no pudieren decir otro tanto.

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