lunes, 20 de enero de 2014

Mesonero Romanos en "El salón de oriente"

El salón de Oriente

Abriose, en fin, el Salón de Oriente, este hermoso paréntesis entre la guerra civil y los empréstitos forzosos; entre la falta de pagas y los debates parlamentarios; entre el Palacio y el Espíritu Santo; entre la aristocracia y la democracia; entre la edad pasada y las futuras edades; entre la miseria y la opulencia; entre los antiguos amores y los amores nuevos; entre las harturas de Navidad y las abstinencias de Cuaresma; entre los desengaños de 1836 y las esperanzas de 1837.

Abriose, en fin, absorbiendo en su bullicioso seno la política, los triunfos militares, los reveses parlamentarios, los discursos periodísticos, las felicitaciones, las oposiciones, los planes de campaña, los presupuestos, las pretensiones, las relaciones, las enemistades y desvaríos de un pueblo grande, en cuya marcha tienen fija la vista los demás pueblos, y que en este momento se entrega apaciblemente a las gratas combinaciones de la mazurca.

Justo es que, dando al tiempo lo que es suyo, sigamos el impulso general y abandonemos también por un momento los modestos objetos a que ordinariamente nos dedicamos, para tratar del ídolo del día; que olvidemos las ciencias y la literatura por la máscara y el dominó; las narraciones históricas por el ruido de las músicas y la danza, y los monumentos de la antigüedad por el moderno salón oriental.

Las fuerzas, sin embargo, me abandonan cuando quiero penetrar en aquel complicado laberinto y pretendo traducir las páginas de un libro que a medida que la edad va clareando mis cabellos se me hace menos inteligible y expresivo.

Colocado enmedio del salón, veía indiferente y con aire de estupidez el rápido movimiento, los encontrados giros de moros y valencianas, de beatas y dominós, de arlequines y capuchones. -Para mí todos aquellos encuentros eran casuales, todas aquellas separaciones imprevistas. -Semejante al que mira jugar sin entender el juego, parecíame a veces que tal jugador debía triunfar cuando renunciaba, que tal otro debía pasar cuando tenía un estuche. -Aplaudía sin oportunidad, reía fuera de tiempo, y daba la vuelta por el salón para abrogarme el aspecto, de antiguo conocido, y el salón me respondía con la más profunda indiferencia. De aquí vine a sacar una gran verdad, y es que el año de 1837 no era el de 1832; que nuestra época había pasado, que otra generación nos había sucedido, y que tranquilamente y sin apercibirlo nos hallábamos ya colocados entre los desperdicios de la clásica antigüedad.

Resignado con la suerte, íbame a retirar sin osar penetrar en los arcanos de aquel interesante cuadro, cuando, quiso la fortuna depararme el más oportuno instrumento, para dibujar hasta una forma microscópica todos los colores y matices de aquella escena; un completo diccionario de aquellas simbólicas páginas; una brújula, en fin, segura para navegar con acierto en aquel agitado mar.

Consistía, pues, mi feliz encuentro en una de esas muchachas chiquitas, estereotípicas y de faltriquera, que se reproducen en todas partes y a todas horas, como una edición completa a mil ejemplares; que en invierno solemos hallar en el Prado tomando el sol, y en verano tomando la luna; que en febrero engañan con máscara de alegría, y en marzo con máscara de devoción; que en abril asisten a las tinieblas, y en mayo a la pradera de San Isidro a ver salir el sol; que en junio pasean la carrera del Corpus, y en julio la de la plaza de toros; que en agosto se bañan en todos los establecimientos posibles, y en setiembre ya están puestas en feria en la calle de Alcalá; que en octubre miran los cuadros de la Academia, y en noviembre los epitafios del campo santo; que en diciembre frecuentan los dulces de la Plaza, y en enero los patines del Retiro; y que en todos los meses, en todos los días, en todas las noches, llenan todas las calles, todas las tiendas, todas las iglesias, todas las tertulias, todas las procesiones, todos los circos, todas las romerías, todos los teatros, todas las misas de tropa, todos los entierros, todas las revistas, todas las entradas triunfales y todas las asonadas; desde la puerta de Toledo hasta el jardín de Apolo; desde la Plaza de Toros a la Casa de Campo; muchachas, en fin, pólipos, azogadas, imánicas, verdaderos caleidescopios multiformes, reproducciones fantásticas, y resolución práctica del problema del movimiento continuo.

Esta muchacha, viva, corretona y sulfúrica, era, como si dijéramos, una segunda edición, corregida y aumentada de cierta mamá verde, en plena posesión de sus treinta y ocho carnavales y de sus veinticuatro reales de Monte Pío, y viuda con quien yo había simpatizado bastante en mis años juveniles.

El lector me perdonará si me veo precisado a hacer aquí esta ligera revelación, pues no puedo de otro modo explicarle la franqueza con que la niña, atravesando el salón, vino flechada a encontrarme a uno de sus ángulos, donde a guisa de estatua de rinconera me hallaba entretenido con mis pensamientos, falto de mejor ocupación.

-¿Qué hace V. ahí? (me dijo mi amable interlocutora con una voz que penetró en mis oídos como un recuerdo de mis alegres años, cual un viento de primavera en una tarde canicular).

-¿Qué tengo de hacer? -respondí procurando poetizar un si es o no es mi discurso -estaba contando las luces del salón; pero en este momento echo de ver que había errado la cuenta, pues no había visto las dos que ahora me iluminan.

-¡Bah, bah! ¡Lindo retruécano! ¡Gusto clásico! Por esas señas, si V. trata de darnos la estadística del salón, escribirá que tiene cuatro mil pies, si es que son dos mil los concurrentes.

Un si es no es me desconcertó la respuesta, por la parte que ridiculizaba mi concepto; pero no pude menos de confesar que tenía razón, y se la dí, y el brazo para conducirla hasta el otro extremo del salón, donde a la sazón se hallaba la viuda madre, verificando, por lo que pude sospechar, la conversión de un sarraceno a su creencia.

En peor ocasión no podríamos llegar a la presencia maternal. -Esta voz mamá, dirigida por una muchacha de quince años a una vestal, delante de un moro adorador de su cándida inocencia, era una verdadera interpelación exótica, grosera y como lo son las más de las interpelaciones; por otro lado, mi presencia al lado de la hija venía a ser un discurso entero de oposición; era un drama completo, unas memorias autógrafas en cuatro tomos.

La sacerdotisa de Vesta se encontró, pues, tan desconcertada como un ministro tribunizado, o como un jugador de maños a quien hayan acertado la trampa; pero acordándose luego de sus treinta y ocho, nos dijo con entera seguridad: -«Tu mamá ha cambiado de traje conmigo, yo la he dado mi pasiega, y ella me ha dado, su vestal».

Y hétenos aquí, lector carísimo, buscando un zagalejo amarillo por aquellos, salones, corredores y escaleras, y preguntando a todos por una pasiega que primero había sido vestal.

Pero en vano; todas las vestales se ofendían de que las tomásemos por pasiegas, y ninguna pasiega estaba tampoco conforme en parecernos vestal.

Durante esta larga travesía, que para mi volátil pareja no fue sino un breve episodio, vino a revelarse en mí la acción principal de aquella noche. Y si no temiera abusar de la paciencia de mis lectores, daríales cuenta de las observaciones crítico-filosóficas que la inteligencia de aquella me proporcionaba; expondríales d'après nature todas las escenas, antes mudas a mis ojos, y ahora tan expresivas y significantes, auxiliado por el natural instinto de mi compañera. Ella reía, burlaba, preguntaba, respondía, observaba, y hacía, en fin, lo mismo que en ocasiones semejantes solía yo hacer algunos años antes; mi imaginación iba colgada de mi brazo; mi cabeza descansaba en la más profunda inacción; el Príncipe, Solís, Trastamara, San Bernardino, Abrantes, Santa Catalina, todos los sitios fecundos en sucesos, que para mí venían ya a ser otros tantos acusadores de mis años, otras tantas guías atrasadas, otros tantos laureles marchitos, reproducíanse a mi vista con todos sus encantos y frescura. Placíame en recorrer con aquel precioso talismán el magnífico salón, y vivificado con su fuego, veía renovado en mí aquel sentimiento bullicioso, maligno y juvenil, que algunas horas antes creía extinguido para siempre. Ya no me parecía el baile monótono, confuso y desacordado; ya no hallaba a la concurrencia fatigada, displicente y distraída; todo en mi imaginación había recibido un nuevo sentimiento; la agitación y el movimiento eran entonces condiciones de mi existencia; el ruido y el continuo roce, el resplandor de las luces, los vapores de la atmósfera, obraban fuertemente en mis sentidos. Necesitaba ya, como antiguamente, correr del salón a la fonda, de los tocadores a las piezas de descanso, de la tribuna a la sala de juego; y aquel continuo vagar por tránsitos y escaleras, y preguntar a todos y no responder ninguno, y respetar los misteriosos coloquios de los ángulos de las salas, y evitar las banquetas donde tienen su asiento las mamás inamovibles y sólidas, y embrollar al paso alguna pareja dichosa, y servir de punto de conciliación a las nuevas intrigas en agraz.

No sé cómo explicarlo; pero aquella muchacha había cambiado mi existencia, había hecho retroceder mi edad. Ya no había para mí Oriente, ni observaciones, ni 1837 -había únicamente amor, máscaras y 1832.

A imitación de mi cabeza, mis piernas se hallaban también aligeradas; y luego ¿quién no vuela en alas de un serafín? No hubo más, sino que al ruido de la música, vínome a la memoria el olvidado compás, y creyéndome el genio de aquella sílfide, improvisé una galope instintiva, espontánea, aérea, que... Mas ¡oh dolor! mis pies, entumecidos de algunos años, se rehúsan al movimiento... mi pareja sigue la figura en los móviles brazos de un barbudo galán, y... ¡ay de mí!... ¿qué es esto?... las luces... se apagan las luces... la gente desaparece... el ruido se convierte en silencioy se abre una puerta... alguien me toca. -¿Eres tú, divina criatura?... ¿qué es esto?... ¿quién me mueve?...

- Señur, las ochu en puntu ...

-¡Ah, maldito gallego!

¡Desapareció la ilusión! Todo se explica. El salón era mi alcoba; el que entraba a llamarme, mi gallego; el baile, un sueño; y mi amable pareja, aérea, incorpórea, impalpable era, en fin, mi imaginación, que no quiere aún renunciar a la juventud.

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