martes, 18 de febrero de 2014

"Cuadernos (1957-1972)" de Cioran (7, y fin)

Desde siempre, mis relaciones con mi país han sido puramente negativas, es decir, que lo considero responsable de todas mis debilidades y todos mis fracasos. Me ha ayudado a no realizarme, ha favorecido mis defectos, es la causa de mi hundimiento. Seguramente soy injusto al pensar así, pero esa forma de pensar también se la debo a mi país...

El mayor placer que puedo experimentar es el de renunciar, el de negarme a asociarme con quien sea. Podría dar mi vida por una causa, a condición de no tener que defenderla. En cuanto alguien me pide que me adhiera y que suscriba una empresa que lleva a cabo, filosófica o de otra índole, prefiero romper mis relaciones con él antes que satisfacerlo. Que me exija cualquier cosa, salvo esa capitulación espiritual que consiste en entrar en un grupo y caminar con él, prietas las filas. Ya solo tengo en común con los hombres el hecho de ser hombre...

Al contrario de lo que se cree, las conversaciones interesantes, en las que se abordan los grandes problemas, no son fecundas, porque en ellas decimos todo y después ya no deseamos volver a abordar con tranquilidad los mismos temas y dilucidarlos. Un gran diálogo nos vacía para mucho tiempo, porque nos impide explotar por escrito.

Alguien a quien estimamos en particular nos resulta más próximo cuando comete algún acto indigno de él. Con ello nos dispensa del calvario de la veneración. Y a partir de ese momento experimentamos auténtico afecto por él.

Lo peor que hay en el mundo es el adulador. Podemos estar seguros de que, a la primera oportunidad, nos asestará un golpe, se vengará de haberse rebajado ante nosotros. Y como se rebaja ante todo el mundo...
Los aduladores son traidores, sin excepción. Siempre los he despreciado, pero no he desconfiado lo suficiente de ellos.
Para desgracia nuestra, soportamos mejor a un cumplimentero que a alguien que nos dice cosas verdaderas y, por tanto, desagradables sobre nosotros. Así, somos nosotros mismos los que favorecemos, los que alentamos, a nuestros peores enemigos.

El hombre al que podríamos matar sin pena: un "amigo" que nos haya adulado siempre y nos haya dejado sin que sepamos por qué.

Sin la idea de un universo fracasado, el espectáculo de la injusticia bajo todos los regímenes conduciría a la camisa de fuerza incluso a un indiferente.

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