miércoles, 30 de abril de 2014

"Costumbres literarias", por Mesonero Romanos




Costumbres literarias

- I -

La literatura

«Virtud y filosofía
Peregrinan como ciegos:
El uno conduce al otro,
Llorando van y pidiendo.
LOPE DE VEGA.

Desde que en España hay literatura, se ha venido repitiendo constantemente que en ella no puede haber literatos; y siéndolo los mismos que dicen esto, preciso será creerlos bajo su palabra, y convenir con ellos en que el cultivo de las letras no es entre nosotros el mejor género de cultivo.

Y a la verdad ¿qué es un literato, meramente literato, en nuestra España? Una planta exótica a quien ningún árbol presta su sombra; ave que pasa sin anidar; espíritu sin forma ni color; llama que se consume por alumbrar a los demás; astro, en fin, desprendido del cielo en una tierra ingrata, que no conoce su valor.

Si, confiado en la superioridad de su genio, no supo unir la adulación a las dotes de su talento; si, mirando desdeñosamente los intereses materiales, no acertó a mendigar un favor del poderoso; favor menguado que apartándole de sus nobles ocupaciones, le convierte en lisonjeador de oficio o en mecánico oficinista; todo su saber, por grande que sea, bastará tal vez a conquistarle un lugar distinguido en las crónicas literarias del país; acaso la posteridad encomiará su genio; acaso levantará estatuas a su memoria; pero en tanto su vida se consumirá angustiosa en medio de las tristes privaciones; y aquel hondo despecho que produce en el alma un desdén injusto, abreviará sus días, y le conducirá muy luego al ignorado sepulcro, que en vano buscarán sus futuros admiradores.

Hubo un tiempo, es verdad, en nuestro país, que parecía presagiar a las letras más alta fortuna, más estimada consideración. Los siglos XVI y XVII, imprimiendo en este punto a las costumbres una tendencia bienhechora, vieron muy luego aparecer eminentes ingenios, que, consignando eternamente la gloria de aquella edad, recompensaron con usura los favores que de ella pudieron recibir.

Sin embargo, no bastó tampoco entonces el talento literario; preciso fue también unir a él la intriga cortesana, y saber prescindir en ocasiones del hombre de letras, para aparecer bajo el aspecto del hombre político o del discreto palaciego. -Los que, como Quevedo, Mendoza y Saavedra, supieron reunir estas cualidades a las de escritores, vieron recompensado su mérito con altos empleos, con regios favores, y figuraron airosamente entre los primeros hombres públicos de su tiempo; los que, como Cervantes, Lope y Moreto, limitaron su ambición a la gloria literaria, fueron, es verdad, el objeto de entusiasmo de su siglo, y pudieron presagiar en vida el tributo de admiración que había de rendirles la posteridad; mas sus trabajos, tan aplaudidos y admirados, no bastaron a asegurarles una cómoda subsistencia, ni a legar a sus hijos otra cosa que la gloria de sus nombres esclarecidos. -Lope de Vega
quedó empeñado al morir después de haber escrito dos mil comedias (que los cómicos solían pagarle a 500 rs.), y otras muchísimas obras sueltas; Calderón vendió todos sus autos sacramentales a la villa de Madrid por 16000 rs., y Miguel de Cervantes tuvo que mendigar el socorro de un magnate para dar a luz la obra inmortal que había de ser el primer título de la gloria literaria del país.

Cuando en el último tercio del siglo anterior volvieron a aparecer las letras, después de un largo periodo de completa ausencia, una feliz casualidad hizo que hombres colocados en alta posición social fueran los primeros a cultivarlas; y de este modo se ofrecieron a los ojos del público con más brillo y consideración. Montiano, Luzán, Jovellanos, Campomanes, Saavedra, Llaguno, y los padres Isla y González, el duque de Híjar, los condes de Haro y de Noroña, Viegas, Forner, Cadahalso y Meléndez, ocupaban los primeros puestos del Estado, las sillas ministeriales, las dignidades eclesiásticas, las embajadas, la alta magistratura y los grados superiores de la milicia; bajo este aspecto pudieron servir y sirvieron efectivamente, a las letras, tanto para adquirirlas en el concepto público aquel respeto que por desgracia solo se prodiga a los falsos oropeles, cuanto para estimular a la juventud a emprender una carrera que no aparecía ya como incompatible con los halagos de la fortuna.

Empero de un extremo vinimos a caer en el opuesto; los jóvenes se hicieron literatos para ser políticos: unos cultivaron las musas para explicar las Pandectas; otros se hicieron críticos para pretender un empleo; cuáles consiguieron un beneficio eclesiástico en premio de una comedia; cuáles vieron recompensado un tomo de anacreónticas con una toga o una embajada. -Y siguiendo este orden lógico se ha continuado hasta el día, en términos que un mero literato no sirve para nada, a menos que guste de cambiar su título de autor por un título de autoridad.

De aquí las singulares anomalías que vemos diariamente; de aquí la prostitución de las letras bajo el falso oropel de los honores cortesanos. -¿Fulano escribió una letrilla satírica? Excelente sujeto para intendente de rentas. -¿Zutano compuso un drama romántico, o un clásico epitalamio? Preciso es recompensarle con una plaza en la Amortización. -Aquel que hace muy buenas novelas, a formar la estadística de una provincia. -Este, que ha traducido a Byron; a poner notas oficiales en una secretaría. -El otro, que escribió un folletín de teatros; a representar al Gobierno español en un país extranjero.

Entre tanto, aquellos escritores concienzudos, que ven en el cultivo de las letras su sagrada y única misión, y que no sabiendo o no queriendo abandonarlas, esperan recibir de ellas la única corona a que aspiran, yacen arrinconados, y como se dijo al principio, peregrinos en su propia patria; y el pueblo que los mira, y los magnates que no comprenden la causa noble de su desdén, le arrojan al pasar una mirada compasiva, o llegan a dudar hasta de sus intenciones o su talento... -«¡Literato!... ¿Qué quiere decir literato?...», le preguntará la autoridad al empadronarle. -«¡Poeta!...», repetirá el pueblo... «¡Valiente poeta será él, cuando no ha llegado a ser ni siquiera intendente o covachuelo!».

De esta manera, la multitud, que solo juzga por resultados, se acostumbra a ver la literatura como un medio, no como un fin; como un título de elevación, no como un patrimonio de gloria; y entre tanto que ensalza y eleva al talento, y engalana la persona del autor con relumbrantes uniformes, deja olvidadas sus obras en la librería; y por una singular contradicción, aquellos mismos escritos bajo los cuales se escondía una elevada posición social, sirven al mismo tiempo para que el inhumano tendero envuelva en ellos las pasas de Málaga, o los quesos de roquefort.


- II -

El manuscrito

«Así se animarán nuevos autores a imprimir obras que vender al peso».
IRIARTE.

Y para hacer más sensible el argumento por medio de un ejemplo, figurémonos un autor que después de haber dedicado largos años a trabajar concienzudamente una obra literaria, ve por fin concluido el trabajo en que vincula la gloria de su nombre y las esperanzas lisonjeras de su porvenir...

¡Pobre autor! ¡Tú creías cuando dabas fin a la última página de tu libro, que nada te quedaba ya que trabajar, nada que padecer! -Pues entonces es cuando empieza tu verdadero sufrimiento, tu más ingrata tarea. -Por fortuna, en el día no tienes que temer las trabas de una censura arbitraria, ni necesitas mendigar un permiso, que las leyes actuales te conceden gratuitamente... Si hubiera sido hace algunos años, tu primera diligencia sería la de poner un pedimento en papel sellado, y cargado con él y con tu manuscrito, acudir a la escribanía de cámara del Consejo de Castilla, dejándolos allí confiados en manos de curiales entre despojos y moratorias ... ¡Qué agudo puñal para un escritor al dar el tierno adiós (que podía muy bien ser el último) a su amada obra, y arrojarla entre profanos, que midiéndola por su escasa inteligencia, no hacían escrúpulo en despreciar un manuscrito que acaso la posteridad miraría como un tesoro!

El secretario formulaba su relación, y cargando con el manuscrito entre los demás papeles del despacho, entraba al Consejo a dar cuenta de él entre un permiso de feria y un alegato de bien probado; -el tribunal mandaba censurar aquel, y el escribano era regularmente el que designaba el censor; y si la obra era de bella literatura, la remitía al guardián de San Francisco o al cocinero de los Mínimos; y si hablaba de Historia, no faltaba algún capellán de monjas; o un abogado del Colegio, si se trataba de una colección de poesías. -En vano el pobre autor trataba de adivinar por todos los medios posibles en qué manos se hallaba; este secreto era secreto de Estado, y los hombres de ley sabían guardarlo, y dar así a los censores todo el desahogo posible para que pudieran meditarla a su sabor dos o tres años.

¿Quién pintará las angustias de aquel mísero autor en este tiempo? ¿Quién sus exquisitas diligencias para descubrir el paradero de su futura gloria? Por fin, al cabo de muchos meses y de varios pedimentos de recuerdo, decretados por el tribunal, el tiránico censor devolvía la obra, o con una negativa terminante, o toda mutilada con inmundos borrones, que hacían desaparecer su mérito principal; y gracias, cuando no se metía a enmendarla de su propia autoridad y hacer decir al autor cosas que ni en sueños imaginara. -Satisfecho de este modo el tribunal de que el libro no contenía nada contra nuestra santa religión ni las regalías de la corona, solía conceder el permiso, y el autor se daba por muy satisfecho cuando a vuelta de algunos ducados, y aparapetado con su Real cédula, lograba recoger aquella oveja descarriada, su libro querido, todo desvencijado por manos impuras, y con sendas rúbricas en cada una de sus hojas.


Ahora, es verdad, los tiempos han cambiado; para ser autor no se necesita más que un buen ánimo; y en gracia de esta libertad, han llegado las letras a la altura que las vemos. Asombroso, a decir verdad, debe ser el número de obras importantes que han debido ver la luz desde que se abolió toda censura; nuestros escritores, que antes se escudaban con ella para justificar su silencio, han podido dar a conocer sus prodigiosos adelantos y su genio superior. Ciencias, artes, literatura, todo han podido tratarlo con extensión; nadie les ha ido a la mano... Desde entonces las imaginaciones han tomado un vuelo gigantesco, las luces se propagan, las prensas gimen, y... ¡desgraciada la madre que en estos tiempos no tiene un hijo escritor!... Por resultado de este movimiento admirable, benéfico, sublime, ¿dónde están las enciclopedias profundas, las filosóficas historias, los científicos viajes, las críticas novelas, los admirables poemas? -Sin duda que han debido abundar en estos tiempos de franquía político-literaria. -Sin duda que nuestros escritores se habrán dado prisa a vengar el honor nacional, y a responder victoriosamente a los terribles cargos que de dos siglos a esta parte les dirige la Europa entera... -Sí, señor, han respondido, han escrito multitud de volúmenes... de periódicos, llenos de partes militares o de alocuciones civiles. El público no quiere más historias que la historia contemporánea, ni busca otro progreso sino el progreso de la guerra.


- III -

La librería

«En literatura, el producto del trabajo esté en razón inversa de su importancia».
ADISSON.

Mas, volviendo a nuestro anónimo escritor, a quien hemos dejado con su manuscrito bajo el brazo, salvándole, cual otro Camoens, de los embates de las olas, sigámosle paso a paso en sus diligencias ulteriores hasta ver realizado el objeto de sus esperanzas.

Por de pronto, le encontraremos corriendo una a una todas las imprentas de Madrid, y cotejando formas, y demandando precios, y escogiendo papel, y reduciendo, en fin, a números todas las circunstancias del contrato, hasta arreglar convenientemente sus bases.

Pocas cosas hay tan entretenidas como ver a un literato ajustar una cuenta o formar un cálculo con aquella pluma con que suele volar por las vagas regiones de la fantasía. La falta de práctica y su escaso conocimiento de los guarismos le hacen equivocar a cada paso la cuenta; y suma y multiplica, y vuelve a sumar y multiplicar, y unas veces saca mil y otras un millón; y quien de 24 quita 6 deja 40, y llevo 7; dos mil ejemplares vendidos a duro hacen 200000 duros; rebajados 500 por el coste de su impresión, quedan 150000 duros limpios de polvo y paja... ¿A dónde vamos a parar?

Que se ajustan, en fin, literato e impresor, y que empieza la tarea de la composición y la corrección de pruebas, y el ajuste, y el pliego de prensa, y la tiración y retiración, y las capillas , y el alce y el plegado; y mi autor en algunos meses no sabe qué cosa es dormir, ni sosiega un solo instante; y unas veces riñe con el regente de la imprenta por la tardanza, y otras con los cajistas por la precipitación; y se desespera por una errata, porque en vez de tu mano esquiva, le han puesto tu mano de escriba, o en lugar de memoria póstuma han estampado memoria postema, u otros quid pro quos tan inocentes como estos, en que suelen incurrir los inocentes cajistas.

Llega, por fin, el suspirado momento en que, ya corrientes y encuadernados los ejemplares de impresión, va a proceder a la venta, y una mañanita muy temprano sale mi diligente autor a revistar uno por uno todos los esquinazos de Madrid, donde ha hecho fijar grandes cartelones con letras tan grandes como todo el libro; y se aflige y desespera porque unos los encuentran demasiado altos, y otros demasiado torcidos; cuáles empezados a rasgar; cuáles rasgados del todo; estos cubiertos por un anuncio de novillos; aquellos ofuscados por una función de cofradía. -Pero se consuela con que en aquel mismo día la Gaceta y el Diario han anunciado su obra en términos precisos, y que ya de antemano ha regalado un ejemplar a todos los periodistas de Madrid, los cuales, en conciencia no podrán menos de decir que la obra es excelente, y el autor un buen sujeto, con la demás música celestial de costumbre, no olvidando al final la librería donde se vende o se quiere vender.

Y aquí llamo la atención de mis lectores no madrileños, para hacerles un pasajero bosquejo de lo que es una librería en nuestra heroica capital.

Siempre que a su paso se encuentren una portada gótico-arabesca y hermoso cierre de cristalería; siempre que vean relucir en el interior brillantes dorados y transparentes, y coronada la pintada muestra por un cuerno de Amaltea o por una fama trompetera; aquello, por supuesto, no es una librería, sino un almacén de objetos más útiles, tales como guantes o confitura.

Siempre que miren un prolongado mostrador, asediado por multitud de bellezas mercantes, por infinidad de galanes paganos; allí, por supuesto, no se venden libros, sino sedas y cachemiras, ni se conocen otras letras que las de «Precio fijo», estampadas en góticos caracteres en el fondo del almacén.

Empero cuando vean un menguado recinto de cuarenta pies de superficie, abierto y ventilado por todas sus coyunturas, cubiertas las paredes de unos andamios bajo la forma de estantería, y en ellos fabricada una segunda pared de volúmenes de todos gustos y dimensiones, pared tan sólida e inamovible como la que forma el cuadrilátero recinto; -siempre que vean este, cortado a su término medio por un menguado mostrador de pino sin disfraz, tan angosto como banco de herrador, y tan plana su superficie como las montañas de la Suiza; -siempre que encima de este laboratorio vean varias hojas impresas a medio plegar, varias horteras de engrudo, y el todo amenizado con las cortaduras del papel y los restos del pergamino; -siempre que detrás acierten a columbrar la fementida estampa de un hombre chico y panzudo, como una olla de miel de la Alcarria, y vean sobre la abertura que forma la trastienda un pequeño nicho en forma de altar con una estampa de San Casiano, patrón de los hombres de letras; -siempre que encuentren, en fin, todas estas circunstancias, detengan el paso, alcen la cabeza, y verán en los dos esquinazos de entrada unos misteriosos emblemas de líneas blancas y coloradas, y sobre el cancel un mal formado rótulo, que en anticuadas letras dirá forzosamente: «LIBRERÍA».

A decir verdad, que nada es más a propósito para dar una idea del estado de la literatura en nuestro país, como el aspecto de las tiendas de libros, que sin celos ni estímulos de ninguna especie han visto progresar y modificarse, según los preceptos de la moda, a las quincallerías, floristas, confiteros, todos los almacenes de comercio, hasta las zapaterías y tabernas; y ellas, impasibles en aquel estado normal que las imprimió el siglo XVIII, han permanecido estacionarias, sobreviviendo indiferentes a las revoluciones de la moda y a las convulsiones heroicas del país.

Si, prescindiendo de la librería, consideramos aisladamente la persona del librero, hallaremos en él la misma inamovilidad, igual estoicismo que en aquella. -Desdeñando con altivez todos los esfuerzos del resto del comercio, vive tranquilamente encuadernado en su mostrador de pino y sus anaqueles de becerro, repartiendo el producto del humano saber con sus compañeros los ratones (que hoy los hay con un hambre del año 12). Si escucha hablar del colosal movimiento de los libreros de Londres y de París, del lujo de sus almacenes, de la pompa de sus catálogos, y de sus grandes empresas mercantiles, el librero madrileño sonríe desdeñoso, y sigue sin responder plegando calendarios o dando a los cartones una mano de engrudo. -Si se le pregunta por el mérito de una obra, responde con indiferencia: -«No es cosa; no se han vendido más que cien ejemplares». Para él la pauta de todos los libros está en su libro de caja, y por este estilo aprecia más que las obras de Homero, el Sarrabal de Milán; y mucho más el Arte de cocina, que los Varones ilustres de Plutarco.

Ocupado sin cesar en sus mecánicas tareas, escucha con indiferencia las interesantes polémicas de los abonados concurrentes (todos por supuesto literatos), que ocupan constantemente los mal seguros bancos extramuros del mostrador; los cuales literatos, cuando alguno entra a pedir algún libro, le glosan y le comentan; y dicen que no vale cosa; y después de juzgarle a su sabor, le piden prestado al librero un ejemplar para leerle. Y mientras tanto ojean un periódico, y mascan y muerden a su sabor el artículo de fondo, y luego la pegan con la comedia nueva y hacen una disección anatómica de ella y de su autor. Todo hasta que dan las dos, hora en que el librero, recogiendo sus chismes, les invita a comer la puchera, que es lo mismo que decirles que se vayan a la calle. Y luego cierra la tienda, y come y duerme su siesta, y vuelve a abrir, y vuelve a reproducirse la escena anterior.

Pero si mal no me acuerdo, dejamos a mi autor caminando hacia la librería; pues bien, figurémonos que entra en ella a la sazón que acaba el librero de despachar un ejemplar, el tercer ejemplar de su obra, y que los literatos del banquillo han abierto la discusión sobre ella.

-¿Ha leído V., señor don Hermógenes, ese libro nuevo?

-¡Cómo si lo he leído! Página por página me lo ha consultado su autor.

-¡Calle! ¿conoce V. al autor?

-Pues ¡no le he de conocer, si ha sido discípulo mío! y dé gracias a mis advertencias y correcciones, que si no... pero callemos, que no es cosa de decirlo todo; dejémosle gozar tranquilamente de los honores del triunfo.

-Me han dicho (replica D. Pedancio), que es un muchacho de mérito, y que...

-Sí, señor, tiene chispa, y si estuviera bien dirigido...

-¿Cómo bien dirigido? ¿pues no he dicho que le dirijo yo?

-Tiene V. razón, y a decir la verdad, ya me parecía a mí que era imposible que ese mozo hiciera por sí nada de provecho; figúrense ustedes que le he conocido hace veinte años jugando a la rayuela todas las tardes con los chicos de mi vecino don Abundio... y luego, señor, lo que yo digo, ¿qué han de saber estos muchachos, ni qué universidades han cursado, ni qué oposiciones han sostenido, ni...?

(Mientras este ligero diálogo, el joven autor ha entablado un aparte con el librero para informarse de la venta; y luego que este le asegura que en todo el día ha realizado tres ejemplares, hace un gesto expresivo, da un suspiro, y lanzando una mirada fulminante a los interlocutores, se sale precipitadamente de la tienda.)

-Oiga V., señor amo de casa, ¿no querrá V. decirnos quién es ese caballerete que acaba de salir?

-Ese caballerete (responde el librero), es un amigo de todos ustedes y protegido de mi señor don Hermógenes.

-¿De verdad?

-Sí, señores, es el autor de quienes ustedes hablaban, y no sé cómo no lo han conocido.

-A la verdad, replican todos, que está bastante desfigurado... y luego esta vista tan cansada... ¿no es verdad, V., señor don Pedancio?

Los quince primeros días repite diariamente el joven la visita a la librería, y ajustando mentalmente la cuenta, saca la consecuencia de que en ellos ha despachado veinte y cinco ejemplares; y sin embargo, todo el mundo le habla de la obra, y todos sus amigos se la elogian y le colocan a par de Cervantes; es verdad que él ha tomado la precaución de regalársela a todos; y al cabo del mes pide cuentas al librero, el cual se la da de treinta ejemplares; al segundo mes de diez, y al tercero de ninguno; y entre tanto el impresor le ha cobrado la suya, y el encuadernador igualmente; y advierte, en fin, que su futura gloria le ha costado un purgatorio presente; y que en vez de los ciento cincuenta mil duros de ganancia, se halla con cien doblones de menos en el bolsillo.


- IV -

El autor

«Oui, j'aime mieux, n'en deplaise à la gloire, vivre au monde deux jours que mil ans dans l'histoire» .
MOLIÈRE.

Y con perdón de la gloria,
mucho más estimaría
vivir en el mundo un día
que mil años en la historia.

Entonces reconoce la ingratitud del siglo, y medita filosóficamente sobre la ignorancia de la multitud; pero templa su dolor con la consideración de los inconvenientes de la riqueza, y la gloria que le brinda la fama en las futuras edades, con lo cual se determina a pasar el resto de sus días dedicado a la filosofía y al estudio. -Mas desgraciadamente llega el día 30 del mes, y el casero le recuerda el alquiler del cuarto; la patrona le reclama el gasto de la casa; el sastre tiene la inhumanidad de presentarle la cuenta, y hasta el grosero asturiano que le sirve se atreve a interpelarle sobre el pago de su salario.

El desdichado autor cae entonces bruscamente desde su cielo ideal en este mundo mecánico y positivo; mira con dolor que el ingenio es un capital pasivo, que no empieza a producir hasta después de la muerte; que la sabiduría no tiene cosecha, o que si siembra ideas es para recoger únicamente desengaños; que hacer libros donde nadie lee, es ponerse a fabricar rosarios en Pekín; que aquella individualidad, aquella sublime excepción a que ha aspirado por resultado de sus tareas, le han constituido en una situación exótica en medio de una sociedad material y positiva; y que, en fin, todo su talento, toda su nombradía, no pueden hacerle prescindir de aquellas necesidades que esta misma sociedad le impone.

Entonces es cuando, dando un nuevo giro a sus ideas, las materializa y dirige a un resultado positivo; entonces cuando hace el sacrificio de su futura gloria en gracia de su vivir presente, y trata de hacer valer sus circunstancias para llegar a clasificarse en esta misma sociedad que antes miraba con enfático desdén. Entonces es cuando cambia las bibliotecas por las antesalas; los profundos volúmenes por los periódicos fugitivos; las relaciones literarias por las encumbradas y políticas. Entonces cuando hace la oposición o la defensa de los ministros; entonces cuando brilla en su mayor esplendor, y todos alaban su talento, y pasa de mano en mano altamente recomendado, hasta que da en las de un poderoso mecenas, que, en justo galardón de sus conocimientos literarios, o de su numen poético, le encaja una contaduría de estancadas o una administración de correos, con lo cual el ex-autor hace almoneda de sus libros, vende al peso todas sus impresiones a un almacenista de chocolate, y marcha satisfecho a desempeñar su destino y a firmar oficios y cargaremes.

Y aquí concluyó el literato, y empezó su positiva carrera el funcionario público.

(Marzo de 1837)

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