jueves, 4 de junio de 2015

"Nocturno insecto" (3, y fin), de Beatriz Russo


XVIII

Ser líquida como el vino en los festines y correr
en dirección opuesta al aliento de los siervos.
Viajar desnuda en un autobús semicircular y ceder
el ombligo al transeúnte.
Morar en la alquimia de la incertidumbre en un continuo
espasmo electromagnético.
Hablar de las orgías de la baraja después de coronarte
reina en la primera mano.
O regresar siempre dormida al ágora de los vientos
con una corona de hojas de sauce.
Y si aún no es suficiente,
agita las manos de loca espasmódica sin más metáforas
que las de la veloz palma extendida.
Después ya podrás volar.
Porque tendrás restos de plasma en tus ojos, donde
anidarán las crías de las larvas figitivas.


IV

Sobra decir que aún quedan las cenizas. El viento salda las cuentas con las piedras. El polvo se esparce por la vereda, poliniza los estigmas del camino y sirve de simiente para el ayer. Se acerca un caminante con ojos de plomo. Yacen sus pupilas sumergidas en una escafandra de cristal de roca. Apenas se presiente el grosor de su pensamiento. Atrapado en un enigma imita el cadáver de una mariposa. Alguien le atrapó en su red y ahora deambula atravesado por una estaca de temblor y fobias. Un mal amor taxidermista fijó temprano la adoración y sus reliquias. Brotan las heridas como tallos en una ciénaga de espejos. Se detiene ante mí en su vagar sin roces. Me habla y yo le escucho sonar entre la maleza. Es un vagabundo que tiene miedo de la noche. Me extiende su mano con un gesto suplicante. Avanza con voluntad dejando atrás su cuerpo. Quizás cuando regrese aún quede un hueco entre los pájaros.


DIURNO INFINITO

La niña cedió su alma a la conjetura de la seda. Pudo haber sido larva en el brote de una lanza, pero en su cuerpo ya se aglutinaba el suave plumaje de las aves. La tempestad en la sangre viva. El temblor de los caparazones resquebrajándose frente al sol. El pecho supo entonces de su herida y se abrió como una ventana ofreciéndose al crepúsculo.

Entonces emergieron dos alas que brillaban como escamas de algodón de arce y se desplegaron con la inmediatez de su propia luz. Amanecía tras un telón de sombras anticipándose el auspicio de la tarde.

Su resplandor resurgió en mis venas para confundirlas con el alabastro de las sacerdotisas. Yo me quedé inmóvil, como quien atiende a la primera voz tras el silencio. Y la niña me miró con la misericordia de los ángeles redentores.

Le tendí mi mano, consciente de la despedida, y me arrodillé con la misma devoción de las vestales cuando ven las llamas complacidas.

La niña se despidió con el canto de una Sirin que ha de sobrevolar la Estepa.

Y desapareció entre la vertiente del único árbol que desemboca en el cielo.

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