lunes, 18 de febrero de 2013

"La casa a la antigua" de Mesonero Romanos

La casa a la antigua

Muy distinto era el asunto que me proponía tratar en mi artículo de esta semana; pero, al prepararme a ello, hallé sobre mi bufete una carta que me hizo variar de idea. Firmábala D. Perpetuo Antañón, sujeto para mí desconocido, aunque sus circunstancias me parecieron tan notables, que desde luego me propuse ponerlas en conocimiento de mis lectores. Cavilando largo rato sobre el modo de hacerlo con mayor efecto, no hay que decir que corté varias plumas, tracé algunas líneas, las borré luego, cambié muchas veces de papel, y me rasqué no pocas las orejas y la frente; pero todo en vano, pues nada de lo que escribía llenaba mis deseos; hasta que volviendo a leer la carta, me ocurrió la feliz idea de que en vano intentaría yo prestar a mi pintura aquel colorido fiel y sencillo que la da el pincel del propio interesado; y en su consecuencia, nada podrían agradecerme tanto mis lectores como recibir de mis manos el mismo bosquejo original. Lo cual diciendo, tuve por bien salir de mis apuros sin otro trabajo que el de trasladar literalmente dicha carta, y hela aquí punto por coma:

«Señor Curioso: Usted es el mismísimo Diablo Cojuelo, y aún más, pues sin el ingenioso expediente de alzar los tejados de Madrid ni hacernos volar por los aires, como aquél al licenciado D. Cleofas, nos pone V. de manifiesto aquellas escenas que pasan de puertas adentro de nuestras casas, y cuya observación se escapa a la mayor parte de los testigos. Esta pintura, desdeñada por el historiador, y exagerada en pro o en contra por viajeros y poetas satíricos, es tanto más importante, cuanto que nos ofrece un espejo fiel en que mirar nuestras inclinaciones, nuestros placeres, y también nuestras virtudes, nuestros defectos y ridiculeces (pues desde luego convengo con usted en que los crímenes no entran en su benévola inspección), y puede ofrecernos más modelos que seguir y más escollos que evitar que la misma historia, por la sencilla razón de que hay más Juanes o Mengas que Titos y Dioclecianos, y que la mayor parte de los hechos y dichos de los varones célebres de Plutarco parecerían ridículos en un mercader de la calle de Postas.

»Pero supuesta la necesidad de esta moral linterna mágica, y supuesta también la dificultad de iluminarla de modo que todos la veamos, no pudo menos de asaltarme la idea de que V. tenga a sus órdenes algún espíritu foleto para comunicarle los sucesos con la verdad con que los describe, como si a un mismo tiempo fuera joven, viejo, elegante pelucón, padre, amante, galán, cortejo o pretendiente. Esta consideración, que me ha ocupado tres noches de desvelo, me ha hecho temer que el dicho malandrín, al comunicarle la noticia de mi desmán, la fuerza y desfigure tal vez en menos pro de mi buena fama; y por si así sucediere, quiero yo mismo ser fiel coronista de ella y describírsela a V., a fin de que después haga el uso que crea conveniente.

»Para mayor inteligencia de mi discurso, empezaré por decir a V. que aquí donde no me ve, soy un antiguo comerciante; que habiendo debido a la Divina Providencia y a cuarenta años de trabajo un capital respetable, fruto, sino de quiebras fraudulentas ni de especulaciones ilícitas, sino de una honradez y buena fe nunca desmentidas, resolví, habrá cinco años, retirarme de los negocios y vivir tranquilo en mi casa con aquella uniformidad y dulzura a que me inclinaba ya el conocimiento del mundo.

»No le negaré a V. que la causa principal de mi retiro fue, sin duda, la continuada reflexión sobre los vicios que la miseria parece haber puesto a la moda. Observé la mala fe de los diestros estafadores; vi la hipocresía de los falsos amigos; adiviné el interés de los bajos aduladores, y conocí, en fin, la delicada posición de un hombre de bien en medio de las asechanzas que le rodean; y sea esta convicción, o mi natural deseo del descanso, ello fue que desde entonces me encerré herméticamente en mi casa, con la sola compañía de mi esposa, una hija niña y dos antiguos criados de conciencia experimentada.

»Confesaré a V. que el edificio que ocupo en un barrio lejano es de los más antiguos de Madrid, y que su aspecto sombrío, sus balcones de gran vuelo, la enorme ala del tejado y toda su exterioridad están anunciando a los transeúntes su fecha de tres siglos; convengo también en que el interior no es de más moderna invención; que no reina en él la economía presente; que las pinturas son antiguas, los techos envigados y de una altura desmesurada; las puertas colosales, los vidrios pequeños y verdinegros, las baldosas cortadas y desiguales; pero en cambio es casa propia, tengo en ella salones inmensos, corredores interminables, escaleras interiores, habitaciones independientes, buhardillas y sótanos para guardar un almacén. Por otro lado, la prodigiosa multitud de muebles que poseo, no solamente encuentran cabida en este inmenso casarón, sino que juegan muy bien, por su fecha y por su forma, con lo material del edificio; y si no, dígame V., ¿en cuál de los del día podría yo colocar las costosas arañas de doce brazos, que llenan ellas solas una sala; los cuadros de tres o cuatro varas, las mesas macizas de nogal, los sillones de vaqueta de Moscovia, las camas imperiales, los bufetes de cuatro registros, las alacenas y las cómodas de doce cajones? ¿Ni qué bien irían en una casita de muñecas las floreadas cornucopias, las estampas del Hijo Pródigo, los ricos escaparates del Nacimiento, los sitiales encarnados, los bancos de respaldo, las colgaduras de damasco, los tapices de Ciro, los tiestos de tinaja, los relojes de flautas elevados en la pared, las rinconeras de dos pies, los mapas de media caña, los biombos chinescos, los velones de cuatro pábilos o de bomba de cristal, los armarios enrejados, las figuras de talla, y tantos enseres a este tenor como forman el adorno de mi habitación? Y, por último, ¿qué figura había de hacer yo mismo, vestido a la 1805, con mis zapatos en punta, hebilla de plata, media negra, calzón corto, chaleco cumplido, corbata blanca sin lazo, bastón de tres altos, empolvado tupé y sombrero en facha?

»Sin querer, señor Curioso, le he hecho a V. la descripción de mi habitación y de mi persona; ¿quiere usted saber mi método de vida? -Pues óigale V. -Yo me levanto al salir el sol, y mi primera diligencia es acudir a oír misa a la parroquia, donde todos los concurrentes nos conocemos ya de vista cotidiana; satisfecho este primer deber, me suelo dirigir a cualquiera de las plazuelas de San Ildefonso o de Santo Domingo; allí, al mismo tiempo que tengo un rato agradable, con la animación y bullicio del mercado, ajusto de paso algunas provisiones, y sé mejor que sus amos lo que cuestan las que llevan los criados de mi vecindad. De vuelta a mi casa, me entretengo agradablemente con el jicarón de dos onzas de chocolate, eclipsado entro cuatro baluartes de tostadas y bollos, cuya sustancia restauradora me presta fuerzas para la lectura del Diario (único papel a que conservo afición, por ser, a mi entender, el que más ideas contiene), y como vea en él el anuncio de alguna almoneda o pública subasta, no dejo de anotarlas en mi registro para darme una vuelta por ellas, último resto que conservo de mi inclinación mercantil.

Cuido después de mis tiestos y mis canarios, y salgo a las diez a visitar algún amigo de mi humor y de mi edad, con el cual me entretengo en ensalzar lo pasado a costa de lo presente; entro luego en una librería donde suelo escuchar cosas que no están escritas en ningún libro; recorro después plazas y prenderías, buscando preciosidades parecidas a las que yo conservo en mi casa, lo cual suele darme cierto aspecto de anticuario; examino después el estado de las obras públicas, calculando su duración (en cuyo cálculo suelo equivocarme en algunos años), y por último, vengo a parar en mi antiguo almacén, recordando en él los vaivenes de mi juventud, cual el viejo marinero sentado en la playa contempla como en sueños sus pasados sustos y alegrías.

»Allí permanezco hasta que suena la una del reloj del Buen Suceso, a cuya hora vuelvo a mi casa, en la que percibo ya el olor de mis compras de la mañana; mas como no hay cosa que se envidie más que un sentido a otro, no tardo en confiar al gusto los placeres del olfato, y sentado entre mis dos femeninas compañeras, empiezo la comida, que, entre trabajo y descanso, suele prolongarse hasta las tres.

»Alzados los manteles, me retiro a dormir una horita de siesta, y después salgo a paseo con algún amigo (que por lo regular suele ser un religioso), dirigiéndonos despacito por el camino de Chamberí o a las Ventas de Alcorcón. Sentámonos donde nos parece, al sol o a la sombra; parámonos de vez en cuando a tomar un polvo, y departiendo nuestros sentimientos en sabrosa e inocente plática, aguardamos a que el sol empiece a esconderse para volver a la capital y dirigirnos, ya juntos, ya separados, a restaurar nuestras fuerzas con la segunda toma de chocolate, precedida de un vaso de limón o de agraz. Reúno después la familia, rezamos nuestro rosario, y acabado éste, suelo retirarme a mi despacho a leer un par de horas, o bien acontece bajar el vecino D. Segundo con su esposa (que forman con la mía y conmigo dos parejas homogéneas), para jugar una manita de mediator o malilla hasta las nueve, hora en que indispensablemente he de cenar, a fin de poder oír entre sábanas la campana de las diez.

»Tal es mi método de vida, que sólo se interrumpe dos días en el año, cuales son el del santo de mi esposa y el mío; en ellos, aderezas del convite a los vecinos a mesa y refresco, es de ordenanza el tomar un palco para ver la función del coliseo, sea cual fuere, y sin cuidarnos de si pertenece a la familia clásica o a la romántica, aunque siento mucho cuando toca en el género fastidioso.

»Pero es el caso, señor Curioso de mi alma (y aquí entra la parte más sensible de mi narración), que así como no siempre llueve a gusto de todos, tampoco esta serenidad complacía a mi hija única desde que dio asomos de querer cumplir los quince, y desde aquel instante cesó la tranquilidad de mi existencia. Hecho un Argos vigilante de sus pasos, con el fin de que no llegase a conocer las seducciones del mundo, me oponía a todo aquello que consideraba propio a despertar sus pasiones, evité cuidadosamente que ninguna persona humana, mas que mis dichos vecinos, visitase nuestra casa; cerré puertas y balcones; prohibí amiguitas; desterré lecturas, músicas y baile, y en los ratos que me ostentaba más amable, de vuelta a casa, después de un paseo con ella a la fuente del Pajarito o a Nuestra Señora del Puerto, en vez de mi ordinaria canción contra las costumbres del día, la daba a leer algunos de los artículos de usted en las Cartas españolas o la Revista, tales como Las Visitas de días, El Prado, Las Tertulias, Las Niñas del día, etc., con lo cual creía haberla convencido de los inconvenientes del gran mundo para la juventud; pero si estos y los demás medios de mi defensa surtieron el efecto que me propuse, va V. a juzgarlo por sí mismo.

»Ya he dicho a V. que mi casa era inaccesible a los pretendientes que la belleza y buena dote de mi hija podrían suscitar; sin embargo, el amor y el interés fueron bastante móvil para hacer que algunos (y por cierto no despreciables) me hicieran proposiciones por medio de mis amigos; pero mi contestación se reducía siempre a decir que mi hija era muy niña y no perdía tiempo (y a la verdad que esto último era demasiado cierto), con lo cual todos quedaban despedidos y yo satisfecho de mi precaución. El cielo, sin embargo, me reservaba el castigo de mi confianza, y aún no sé si diga de mi manía.

»Yo tenía, por mis pecados, un pleito pendiente, de cuyo estado venía a darme parte alguna vez mi procurador don Simón Papirolario, el cual solía traer consigo, para llevar los autos, a su escribiente Frasquito, mozo despierto y hablador; éste, con toda intención, encontraba siempre el medio de empeñarme en disputas con su principal, mientras iba él a la cocina o a la pieza de labor a beber agua o a encender el cigarro, y... ¿lo creerá usted, señor observador?... Pues tal ha sido el disfraz que tomó el amor para rendir el corazón de mi hija; con éste trastornó su cabeza, inspirándola una pasión frenética, y éste, en fin, es el que, a consecuencia de una larga serie de disgustos, de males y contiendas, tengo que consentir, como yerno mío, después de haber despreciado tan ventajosos partidos. ¡Un escribiente de procurador!...

»Ahora dígame V. si debí esperar tan desgraciado suceso de mi sistema de vida, o si cree más bien que haya sido un resultado forzoso de él; en cuyo caso debo desengañar a los que le sigan, aconsejándoles que se engolfen en el gran mundo y que escarmienten en cabeza del inconsolable - Perpetuo Antañón».

Hasta aquí la carta del afligido corresponsal, y no habrá un solo lector que no haya observado en este buen señor a uno de aquellos espíritus exagerados que tienen la desgracia de no ver más que los extremos de las cosas. Huyendo de las seducciones del gran mundo, vino a caer en el ridículo opuesto, convirtiendo su casa en un castillo; cerró las puertas al amor, y se le entró por la ventana. ¡Lástima grande que no hubiera tenido un amigo sincero que a tiempo le hubiera aconsejado lo conveniente!

«Vigile V. en buen hora (le hubiera dicho) sobre la conservación de las buenas costumbres en su familia; pero no las revista de una austeridad insoportable; huya tal vez de las tertulias y sociedades en donde la seducción se halla sistematizada; mas no cierre su casa a un pequeño número de personas escogidas y dignas de frecuentarla; dirija, en vez de torcer, las inclinaciones de su hija, y no dude que éstas serán racionales cuando cese de mirar en el techo paterno una prisión, y en el primer miserable atrevido que se la presente, su libertador y paladín».

(Abril de 1831)

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